Los grandes campeones, como dicen de los sabios, de los héroes de las tragedias, saben cuando su llama se apaga y deben despedirse de lo que más quieren, y buscan ese momento. Intentan avivarla hasta el último segundo, pero, como intuyeron las noches sin sueño, la derrota les espera. Ninguno se salva. Ni siquiera Usain Bolt, que no ganó su última carrera, el 100m de los Mundiales de Londres. Ningún gran campeón del deporte ha sido capaz de dejarlo para siempre desde lo más alto. El tiempo, el peso del pasado, ellos mismos en nombre de rivales inesperados, les pueden siempre.
Bolt, en su apogeo dueño de la historia, de la física, de la velocidad y hasta de los rayos que asustan los días de tormenta, sucumbió en la pista de Londres. Su derrota tuvo el sonido de una poesía triste, la que rima con el ganador, Justin Gatlin, la sombra del sprint, con los abucheos que en la más sonora demostración de la capacidad de la masa humana de pasar de la exaltación y el gozo al llanto le dedicó el clamoroso público que abarrotó el Estadio Olímpico de Londres, vestido de verbena para la fiesta, cuando en las pantallas gigantes, tras unos largos segundos de espera y expectación, apareció el nombre de Gatlin, el viejo de 35 años y el pelo canoso y el chicle en la boca siempre, el menos deseado, como campeón, junto al tiempo de su triunfo, 9,92s. El invierno ha llegado, duro, para el atletismo.
Debajo del de Gatlin no apareció el nombre de Bolt, quien después de su mala salida habitual había laborado y sufrido para recuperar los metros perdidos y el tiempo que huía delante y se le escapaba más veloz que él por primera vez en su vida, había llegado a igualar a Gatlin, y hasta parecía que le había superado, tan grande era el deseo, sino el de Christian Coleman, el joven que llega, el chaval de 21 años que aún confiesa que para mejorar unas centésimas sus tiempos asombrosos (este año ha sido el más rápido del mundo, 9,82s) debería de dejar de comer las gominolas agridulces de Sour Patch Kids, su vicio. Coleman, el otro gran derrotado de la noche fresca londinense, a dos centésimas de Gatlin (9,94s), una menos que Bolt, tercero, por primera vez en su vida de atleta de 100m, una década, su último día (9,95s, al menos su mejor marca del año).
Hace un año, desde la altura de lo más alto del podio olímpico de Río de Janeiro Usain Bolt, el más grande del atletismo, tuvo el valor de anunciar que se retiraría en el Mundial de Londres, de donde se iría con su última medalla de oro. No hay gran campeón que no sienta el sabor amargo de la derrota, sin el dulce de las chuches que engañan, acechando que le impele a decir adiós ya. Bolt quizás lo sintió en Río, pero seguro que lo notó más fuerte que nunca unos instantes antes de comenzar la semifinal. La gente le aplaudía rabiando, como siempre, feliz, y él, con una mirada casi melancólica, las zapatillas purple & gold brillando en sus pies tan grandes, se acercó al centro de la recta y saludó. Menos de un minuto después, Coleman, 10 años más joven, 20 centímetros más bajo, un estajanovista del sistema del atletismo universitario de su país en la Universidad de Tennessee, le derrotó por primera vez en la tarde. Era la sexta derrota en la carrera del más grande. Anticipaba la última, la que le marcará para siempre, la inevitable e irrebatible. Unos minutos antes, en la pista de calentamiento, Gatlin, con la mirada siempre tirando a amargada y con un gorro de paseante de patio carcelario, correteaba por el césped mientras Bolt bromeaba haciendo fotos. Tímido en el fondo, el norteamericano no sabía cómo acercarse y lo hizo a lo bruto, chocando contra él por la espalda, como un compañero de instituto. Bolt se volvió, le reconoció. Sonrió y estiró la mano, los nudillos que chocó con los suyos Gatlin. La serie triunfante del jamaicano iniciada en agosto de 2008 (ocho oros olímpicos, 11 mundiales: un recorrido sin mancha) estaba a punto de acabar.
En el atardecer oscuro, todo eran presagios. Antes de la prueba, en la interminable tarde del estadio, esprintó un striker, tatuado en el pecho bien grande su mensaje, Peace & Love. Después de driblar a un segurata, fue reducido entre abucheos. Un ensayo de lo que sucedería poco después cuando Gatlin derrotó a Bolt por segunda vez en su vida, cuatro años después de la primera, la victoria cuyo deseo le mantenía vivo.
Gatlin, de 35 años, fue lo que se llamaba el atletismo de antes de Bolt. Campeón olímpico de 100m en Atenas 2004 y de 100m y 200m en el Mundial de Helsinki 2005, en 2006, dio positivo por segunda vez en su carrera. Estuvo suspendido cuatro años y regresó en 2010 más rápido que antes, cuando la testosterona le aceleraba. Fue el más duro rival del jamaicano en los Mundiales de Moscú y Pekín, donde Bolt ganó con su aliento caliente en la nuca. En Londres, el 5 de agosto de 2017, Gatlin le ganó por fin. El pasado ha regresado al atletismo como una venganza.
Justin Gatlin sorprendió a Usain Bolt logrando el oro en los 100m de los Mundiales de Londres. El estadounidense se impuso en la final y el jamaicano se despidió en Londres de los 100 metros lisos con una medalla de bronce.
Bolt salió retrasado, como es habitual, pero su remontada esta vez se quedo corta y no le valió para sumar el oro a los 12º que ya tenía en el palmarés. Sí lo hizo Gatlin, que también tuvo que ganar posiciones, y enmudeció al estadio cruzando la meta primero con 9,92s, por delante de su compatriota Coleman, que fue plata con 9,94 y del jamaicano, que solo pudo ser tercero (9,95s).
Vía El País